EN CASA DEL MARINO TODOS SON NAVEGANTES
Las barras se forman en la entrada de las rías o en los estuarios de los ríos y son debidas a la acumulación de lodos, arenas, sedimentos o piedras por efecto de la dinámica de las olas y la interacción de las mareas con estas. Las hay navegables y otras que no lo son, las hay fijas y móviles, estas últimas bastante más peligrosas ya que su conocimiento sobre la carta de navegación es más problemático.
En bajamar son especialmente peligrosas y se debe tener en cuenta no solo el calado disponible sino las circunstancias climáticas y el efecto que el oleaje pueda tener sobre la variación de calados del buque. Normalmente se deben pasar, tanto de entrada como de salida, con un cierto margen de seguridad, y, llevando un buen régimen de máquinas para gobernar sin problemas, sobre todo con la mar de popa. Tanto en buques grandes, como pequeños, atravesarlas representa uno de los momentos delicados de la navegación y se debe obrar con toda la prudencia necesaria caso de circunstancias climáticas desfavorables.
El pequeño vapor QUETZAL, que en la postal que ilustra este articulo anda jugándose la vida en la barra de Larache, como después leeremos en un impresionante relato, tuvo una vida sorprendente que acabo en gran tragedia.
En origen se llamó KELPIE (O.N. 58319), siendo botado en mayo de 1867 por los astilleros Henderson, Coulborn & Co., de Renfrew, en sus gradas de Slip Dock, con el número 90.
Su primer armador fue James H Clayton, de Hampton Wick, Middlesex, siendo registrado en Glasgow con fecha 29 de junio de 1867. Era un vapor a hélice con casco de hierro que registraba 60 toneladas brutas y 30 netas, o su antiguo equivalente a 102 toneladas Moorsom. De 98,7 pies de eslora entre perpendiculares, su manga era de 15,1 pies y su puntal de 9.
Las máquinas, en número de dos, eran de dos cilindros, transmitiendo su fuerza a dos ejes, y registraban 20 caballos nominales cada una.
Su vida marítima resumida fue la siguiente:
Hacia 1869 es propiedad de Frederick Gretton, de Burton-on-Trent.
Hacia 1873 figuraba Albert Wood, de Chester, como su propietario.
Hacia 1875 es George Rae, de Liverpoo, con matrícula de Liverpool, quien ostenta su propiedad.
Hacia 1877 es James Moffat, de Kelso, Roxburghshire, su amo y señor.
Hacia 1880 cambia de manos y es Thomas H G Newton, de Barrels Park, Warwickshire, quien lo disfruta.
En 1894, por fin, se viene a la matricula nacional al comprarlo José Martínez de Roda, Marqués de Vistabella, senador del Reino, quien le pone de nombre QUETZAL (Fuente: Clyde Built Ships -corregido y ampliado-)
En mayo de 1898 pasa a propiedad de José Ferrer-Vidal y Soler, de Barcelona, banquero y presidente del Club náutico de dicha ciudad.
Sobre 1905, creemos, pasa a propiedad de Miguel Díaz-Pinto (a) Miguelito, convirtiéndose en un sucio carguero que opero en la costa marroquí, con cuatro o cinco viajes mensuales entre Tánger, Arcila y Larache, entre otros puertos, ya que también hacia escala en Gibraltar, y en aquellas aguas se hundió en octubre de 1916.
Al traerlo a la Península el Marqués de Vistabella debió ser reformado. Su primer capitán fue el Sr. Juan González Cuenca. Tenemos una duda sobre la fecha en que el buque se incorporó a la matricula nacional, siendo posible, en el reino de las suposiciones, que lo hiciese uno o dos años más tarde de lo indicado.
El yate recorría de arriba abajo la costa mediterránea e incluso hacia incursiones a Pasaia y Donostia.
En La Vanguardia, en su edición del martes, 24 de mayo de 1898, página 3, se anotaba un cambio de armador.
…”El conocido banquero don José Ferrer y Vidal ha adquirido el hermoso yacht «QUETZAL» que pertenecía al señor marqués de Vistabella”…
Con el cambio de armador llego también el de capitán, figurando entre otros el Sr. M. Oller. A partir de este momento los viajes de placer al delta del Ebro se multiplican.
En 1905 el pequeño vapor se envía a Tetuán, seguramente como consecuencia de su compra por Miguel Díaz Pinto (a) Miguelito, quien sería también su capitán durante muchos años. Lo confirma La Vanguardia en su edición del sábado, 8 de julio de 1905, en su página 8:
…” Vapor de recreo QUETZAL, para Tetuán”…
En esa plaza se convierte en un sucio vapor de transporte de material, pasajeros y tropas, que dará vida, sobre todo, al peligroso puerto de Larache, con una barra épica que condicionaba su estructura económica. También se convierte, de manera involuntaria, en un auxiliar del Gobierno español para el que es tan bueno para llevar armas de una plaza a otra, como para el traslado de prisioneros.
De hecho, de no ser por el, los vapores ingleses de Bland Line hubiesen copado todo el transporte. Lo confirma la revista Memorias diplomáticas y consulares e informaciones. 1910, nº 250, página 6.
…”Durante el año 1909 han venido á este puerto menos buques que en 1908, debido á la menor importancia del cabotaje entre los puertos del litoral marroquí, en el que á nuestros veleros, como en el año anterior, ha correspondido el mayor número de viajes entre ésta y Tánger.
Respecto á los buques de vapor, ha correspondido á la Gran Bretaña el primer lugar y el segundo á los vapores con nuestro pabellón, debido á la constancia en sus viajes del vapor español QUETZAL”…
Un gran documento que narra la vida a bordo de este bizarro vapor lo glosa el director del diario El Imparcial, Luis López Ballesteros en un viaje que fue transcrito en aquel diario con fecha miércoles 26 de abril de 1911, y que transcribimos íntegramente. Dice así:
…”La intervención en Marruecos. Recuerdos de un viaje. Tanger-Arcila-Larache.
Era una noche endiablada. Llovía tenazmente y el Levante furioso parecía recoger la lluvia entre sus trombas para azotamos sin piedad las mejillas, a tiempo que dejaba oír un silbido agudísimo y medroso. En la escollera del muelle estrecha y larga, la oscuridad se hizo absoluta. Mohamed y yo, no nos veíamos y caminábamos casi a tientas. El oleaje, fuera, debía ser tan violento, que llegaba hasta la pequeña dársena el furor de la resaca.
Las olas, rebasando la escollera, nos mojaban los pies y a veces sentíamos en los labios el amargor salobre del agua del mar, que se mezclaba, pulverizada, a la llovizna. En el fondo lóbrego de aquellas tinieblas, desaparecían por completo, como absorbidas por la oscuridad, las pequeñas embarcaciones ancladas en la dársena; pero se las adivinaba por el resplandor espectral de sus farolas, que, á causa del balanceo violento que la resaca imprimía a las naves invisibles, ofrecían el espectáculo de una loca danza de puntitos luminosos, de pequeños globos ígneos que trazaban sobre al fondo tupido y negro variables trayectorias.
-¡Ah Mohamed!
-Caval-ler
-Me parece que va a ser difícil encontrarnos el QUETZAL.
– No tenga cuidado, caval-lér; gritar yo á Miguelito: ¡Ah, Miguelito! ¡Ah, Miguelito!
Miguelito es el capitán del pequeño, del heroico, del popularísimo «QUETZAL». Por Miguelito, «tout court», como dicen los franceses, conoce todo Tánger, moras, hebreos, españoles, la población en masa, a este admirable patrón que es, a la vez, dueño, armador, capitán, timonel y marinero de su nave.
El «QUETZAL» es un barco esbelto y ligero, en un tiempo yate de recreo, más a propósito para surcar las aguas en calma de las pintorescas bahías o la mansa corriente del Guadalquivir, en breves excursiones de recreo, que par a luchar con la braveza de las aguas costeras marroquíes, violentas y traidoras. Y, sin embargo, lucha constantemente.
Su proa gentil hiende casi a diario la barra espumosa de Larache. Y precisamente por esa temeridad, un día y otro repetida, el «QUETZAL» ha derrotado toda competencia y es el barco indispensable para los viajeros que hacen esa ruta. Saben éstos que, sea cual sea el humor de la barra, peligrosa hasta en sus fugaces almas hipócritas, el tajamar del «QUETZAL», el leve pico de este pajarillo de mar que tan gentilmente sabe volar sobre las olas, triunfará de la bestia rugidora que, si no tiene siete cabezas como la sierpe apocalíptica, tiene seis o siete terribles lomos, formados por otras tantas indomables rompientes más medrosas que las viejas sirtes de Caribdis y Scila.
No se recuerda caso de que el «QUETZAL» haya retrocedido ante el peligro, y mientras otros barcos se ven obligados a virar en redondo y capear los mares, la valerosa navecilla hecha orgullosamente el ancla en las aguas, dientes y tranquilas, del milenario Lucus.
Con la chilaba arremolinada por el huracán en torno de su cuerpo, Mohamed, poniéndose las manos sobre los labios en forma de bocina, gritaba por cuarta o quinta vez:
— ¡Ah Miguelito! ¡Ah Miguelito!
Como un eco traído y debilitado por el viento, sonó, por fin, la voz del patrón, saliendo del negro fondo del mar y la tiniebla…
— ¡Ohé! ¡Ohé! ¡Mohamed… aquí!
Mohamed, satisfecho, se vuelve hacia mí, haciendo esfuerzos por sujetar su chilaba flotante, y me dice con candorosa ingenuidad:
—Mira tú, caval-ler… ya encontrar nosotros «QUETZAL».
¿No había, quizá, un poco de exageración en lo que el buen Mohamed afirmaba?
Sí, sí; había, indudablemente, un poco de exageración. La oscuridad era más tupida que nunca y yo sólo seguía viendo el aéreo vaivén de las luces, que comenzaba a marearme.
El «QUETZAL» debía estar cerca, porque la dársena era pequeña y habíamos avanzado ya casi hasta la punta de la escollera; pero no lo veíamos. El rugido del mar aumentaba a medida que nos aproximábamos a la boca del puerto. Volvió a oírse la voz de Miguelito. Nos decía que embarcásemos en alguna lancha para transbordar a su barco.
Pero allí no había lanchas, ni barqueros, ni manera posible de transbordar.
-Ohé, Miguelito; no haber lanchas… ¿sabes? —gritó Mohamed ya un poco apurado.— Bien, bien; allá voy yo—contestó nuestro invisible interlocutor. Unos minutos de espera; luego un leve chapoteo de remos y la voz del patrón, que resuena casi debajo de nuestros pies. Como el oleaje cubría por completo las escalerillas del único embarcadero, había que lanzarse a la barca desde la escollera; es decir, había que lanzarse al vacío, suponiendo que caeríamos en una lancha que no se veía. Miguelito, único tripulante del bote, no había considerado necesario proveerse de un farol. Había salvado a ciegas, casi por instinto, el dédalo de barcazas, pataches, faluchos y pequeños barcos anclados en la dársena, y a costa de grandes esfuerzos mantenía el bote junto a la escollera, a pique de estrellarse contra el resbaladizo bastión. A modo de ensayo, Mohamed comenzó por lanzar al bote el equipaje. Primero el portamantas; luego la maleta, la cama de campaña…— ¿Caer bien, Miguelito?…—Sí, sí, caer bien; adelante.—Y en seguida iplum! Mohamed que se lanza ágilmente, cayendo en la embarcación a plomo sobre sus babuchas. No quedaba nada por tirar. Me había llegado el turno. Cuando vacilaba, inclinado sobre el pretil, una ola lanza la barca casi al nivel de la escollera, de pronto, me sentí bruscamente agarrado por unas manos que me atraían al vacío. Henos embarcados…
El botecillo, hábilmente manejado por Miguel, comienza a deslizarse en medio de aquel infierno de tinieblas y agua. De cuando en cuando, hay que doblar el espinazo para evitar las cadenas de las anclas, que, con violenta tensión, rechinan ásperamente.
Dos barcazas, aproximadas por el oleaje, se embisten con tal furia, dándose tan terribles encontronazos, que saltan hasta nosotros los fragmentos de astillas. Parecen dos enormes monstruos del mar que luchan en la tiniebla húmeda. Al cabo de cinco minutos estamos junto a la borda de estribor del «QUETZAL». La oscuridad sigue siendo tan densa que, más que verse, se adivina la negra silueta del yate.
No hay en él barco más luz que la de sus tres farolas de navegación; la del costado de estribor es roja, y proyecta sobre la espuma, en un corto trecho de las olas, un resplandor de sangre; pero de sangre borboteante y cálida. El yate me d a la sensación de un barco abandonado, desierto. Reina á, su bordo un gran silencio triste, que parece aún mayor por el vibrante silbar del aire entre las jarcias. En la cubierta no se ve un solo tripulante. Después supe que toda la tripulación se componía de dos fogoneros y cuatro hombres, contando al capitán y a su segundo, su padre, un viejo ágil y fuerte curtido por el mar. Por el pronto fue el único á quien vimos. Acudió solícito a la voz de Miguel. No había que pensar en echar la escala, y el transbordo fue muy parecido al embarque. Ayudados desde la cubierta por el padre, y desde el bote por Miguelito, logramos, por fin, vernos a bordo. Casi a tientas, tropezando con las mercaderías amontonadas y guiados por el viejo, llegamos á la pequeña cámara del yate, emplazada sobre cubierta en la parte central del barco. A la luz de un farol, que nos trajo un marinero, observamos que el «QUETZAL» no estaba tan deshabitado como creíamos al principio. Además de las mercancías llevaba pasaje. Amontonados bajo el puente, sobre fardos y cestas de fruta, dormían, en promiscuidad de bestias, diez o doce moros y moras, envueltos en sus sucias chilabas.
Separado del grupo, en cuclillas y apoyada la espalda en un fardo, velaba, con los ojos muy abiertos y sosteniendo la barbilla entre ambos puños cerrados, un judío viejo, de profusas greñas, que le desbordaban del mugriento bonete. En la posición que estaba, sus luengas barbas patriarcales barrían la cubierta del barco.
El «QUETZAL», ya no es el yate confortable y presumido de los tiempos en que haraganeaba por el mar en sus excursiones de placer. Ahora es un rudo trabajador, ennegrecido por el carbón, roído y herrumbroso, con el abandono y la suciedad del noble tráfago constante.
Era más de media noche cuando llegó a bordo el doctor Belenguer. A la una de la madrugada un brusco balanceo de babor a estribor, de popa a proa, nos advirtió de que el «QUETZAL», doblando la escollera de la pequeña dársena, entraba en el mar libre y ponía la caña a estribor par a remontar el cercano cabo Espartel.
La oscuridad, el vendaval, el embarque, todo auguraba una penosa navegación. Pero a la media hora, ya doblado el cabo y hecho rumbo al Sur, al hilo de los cantiles de la costa, el terrible Levante, azote de aquellas aguas, amainó de repente. Lo notábamos, más que por la marcha segura del barco, que comenzó a deslizarse suavemente, por el repentino silencio que, sin transición, se hizo en torno nuestro al cesar el temeroso silbo del huracán. Parecía como si nos hubieran envuelto de pronto entre blandísimos algodones. .Acaso esta sensación material de bienestar y de reposo era ya el principio del profundo sueño con que me rendí a las fatigas de aquella larga noche.
—¡Caval-ler! ¡Caval-ler!
Despierto con algún sobresalto y veo junto a mí al buen Mohamed-ben-Arraez que, con el brazo extendido hacia la costa, me dice:
—Mira, tú, caval-ler… ;Arcila!
Son las seis en punto de la mañana; pero con el llamamiento de mi espolique tangerino terminó mi sueño. Como he dormido, sin desnudarme, sobre la estrecha y dura banqueta de la pequeña cámara, no tengo sino ponerme en pie para hallarme en disposición de salir sobre cubierta.
Un alegre sol mañanero refracta su luz sobre el azul intenso del atlántico en calma. El ambiente, impregnado de sales, es de una pureza tal, que la función mecánica de respirar se convierte en un intenso placer físico. Se aspira el aire a grandes sorbos con fruición ansiosa.
El cielo, sin una nube, es también azul, pero de un azul mucho más claro que el de las aguas. Sobre algún trecho de mar flotan todavía rotos jirones de niebla matinal. Por estribor se destaca la costa, siempre acantilada y brava; cada vez más inhospitalaria conforme se avanza hacia el Sur, desde Espartel á Mogador. A tres millas de las aguas que va surcando el «QUETZAL» se divisa el caserío de Arcila, con el blancor característico y la visión de conjunto, siempre igual en todos los pueblos marroquíes, los más altos, esbeltos y poéticos, vistos desde lejos; los más sórdidamente miserables y sucios cuando se llega á ellos.
Arcila no ofrece ninguna particularidad digna de mención.
Las enciclopedias apenas le consagran media docena de líneas. Os dirán que, es un puertecillo de Marruecos, situado sobre el Océano Atlántico, entre Tánger y Larache, a 48 kilómetros al O. de la capital diplomática del Imperio, y que la antigua colonia romana de Zilis es hoy una humilde aldea pescadora.
Pero como el pequeño «QUETZAL» se aleja y la realidad no destruye con sus miserias la bella visión de Arcila contemplada desde el mar, la pequeña aldea nos deja en la retina una suave impresión de blancura, destacada entre la línea azul del cielo riente y el azul cobalto de las aguas serenas y mansas, apenas rizadas por la brisa de la dulce mañana de Junio…
Dos horas más de navegación, y sobre una punta rocosa que avanza sobre el mar, aparece Larache. Los esbeltos minaretes de siempre, la misma blancura, pero circunscripto el conjunto por un faja gris que ciñe la población entera; son las viejas murallas, los derruidos bastiones españoles levantados en 1689. El «QUETZAL», que navega paralelamente a la costa, modifica su rumbo antes de llegar a la altura de Larache, y después de seguir una diagonal que le aproxima a tierra, pone la proa a la población, buscando la enfilada de la desembocadura del río. Es el milenario Lucus, que conserva, sin la más leve alteración, su nombre latino. Son las nueve de la mañana, y el sol baña en resplandores de fuego el blanco caserío. La luz es tan intensa que fatiga las pupilas. A medida que acortamos distancia, vemos flotar sobre el caserío, en cinco o seis puntos, unos extraños halos verdosos, una inexplicable combinación de luz que causaría la desesperación de un pintor que pretendiera copiarla. Es la refracción de los rayos solares sobre las cupulillas de los minaretes, recubiertas de un inimitable vidriado verde, que forma una superficie tersa y brillante. Muchos días después contemplé el mismo efecto de luz, multiplicado, en las enormes cúpulas de las maravillosas mezquitas de Fez.
Miguelito, que ha confiado el timón durante toda la mañana a sus tripulantes y que ha entretenido el tiempo en el «sport» de disparar contra los delfines su pistola mauser, sube al puente, y con la vista fija en la costa, pone ambas manos sobre el gobernalle. Su fisonomía abierta, risueña, adquiere de pronto una inteligente gravedad. Es que nos acercamos al traidor enemigo: a la horrible barra. La barra ha sido el verdadero baluarte de esos nidos de piratas, famosos é inabordables á través de la historia, que se llaman Larache, Rabat y Casablanca. Contra los movibles lomos de la bestia irritada, fueron inútiles los empeños dominadores de los grandes capitanes del mar. Las barras africanas, defensoras y cómplices de la salvaje piratería de todos los tiempos, fueron el obstáculo en que se estrellaron las iras de Europa, burlada y despojada por los bravíos indígenas de la costa…
Y esta barra de Larache, peligrosa aun en las calmas del verano, es el gran amor de Miguelito, porque es su gran gloria. La barra, burlada por él, en sus furores, casi a diario, es el origen de su gran crédito de navegante y de su modesto bienestar de mercader.
Ya nos habíamos cruzado con varios buques mercantes de alto porte, anclados en la bahía á gran distancia de los muros de la población, y aun no lograba yo, aunque estaba materialmente desojándome, darme cuenta de la verdadera situación de la barra. ¿Dónde estaría el monstruo? Miguelito, sin apartar su mirada, que avizora un punto fijo en el mar, me responde
-Hoy duerme la bestia, como usted dice. —Pero observo que sonríe maliciosamente, al mismo tiempo que, empinándose sobre las puntas de los pies, afirma sus manos sobre el gobernalle. De pronto, distingo a menos de un cable las traidoras rompientes, como líneas de espuma hervorosa paralelas a tierra. Es una pequeña tempestad limitada al trecho en que el Lucus vierte el caudal de sus aguas. Aquellos remolinos que agitan la azul superficie en un corto espacio, contrastan con la tranquilidad mansa del Atlántico en todo lo que abarca la vista. De repente, llega hasta mi como un sordo mugido, y experimento la sensación de que el mar se sorbe a nuestro pequeño barco.
—¡Atención!— grita Miguel con voz firme.
Y como atraído por una poderosa fuerza, el «QUETZAL» da un salto violento; después se inclina de proa, hundiendo él mascarón en las aguas como si fuera a penetrarlas hasta clavar el espolón en el fondo; y cuando aún no he recobrado el equilibrio y me agarro fuertemente a la pasarela para no caer de bruces, el barco sube, en sentido contrario, con la proa al aire. Parece que va a salirse de las aguas…
—¡Una!— exclama sonriendo Miguel, sin separar su mano del timón. Vuelvo un momento la vista hacia popa y veo que hemos dejado atrás una de las espumosas rompientes…
Pero ya entramos en la segunda, y el efecto se repite con mayor violencia. Por último, el «QUETZAL» salta por tercera vez sobre el movible lomo del monstruo y cae dulcemente en el seno del río, todo calma, todo suavidad y paz. No he experimentado nunc a una sensación de bienestar tan grande, tan completo. El «QUETZAL» se desliza sin ruido por el ancho cauce flanqueado de dunas; bordea después una maravillosa isleta, que semeja, con su verdor, una esmeralda engarzada en el azul del viejo río, y, por fin, se detiene y echa el ancla frente a los almacenes del pequeño muelle.
Si algún día se convierte en realidad el viejo proyecto de dotar de un puerto á Larache, el de Tánger descenderá en categoría y aquél será el primer puerto del Imperio. A pesar de la barra, feroz cancerbero que enseña los dientes, como si se resistiera al fácil acceso del misterioso interior marroquí y a la conquista del solitario Garb, casi todo el comercio del Sur, desde Mequinez al litoral, se hace por Larache. Los españoles saben vagamente que Larache está en la zona de influencia de España; pero, ¿se conoce a punto fijo su verdadero valor? —Su importancia militar es inmensa. España tiene su línea de invasión en la costa Norte del Atlántico, y especialmente en Larache, a siete leguas de Alcazarkivir, llave de los caminos del Gart y de Fez, y el verdadero oasis de Marruecos. Entre estas dos poblaciones situaban los antiguos el jardín de las Hespérides. En ese mismo espacio está enclavada, hoy día la famosa dehesa del Sultán, donde se multiplican en libertad salvaje los mejores caballos marroquíes, magníficas toradas y toda clase de ganado, entre la perenne verdura de los pastos, y en la vecindad ribereña del Lucus, cuyas aguas riegan bosques enteros de naranjales, de limoneros, de árboles frutales de todas clases…
Maravilla pensar lo que podría hacer de Larache una nación emprendedora, sin más que utilizar las condiciones con que le ha favorecido la naturaleza. La barra desaparecería con el puerto, y el Lucus, navegable hoy casi hasta Alcazarquivir, sería utilizado como admirable vía comercial. Sólo los cereales del interior asegurarían una prosperidad comercial enorme; las tierras decuplicarían su valor; la civilización abriría una puerta inmensa por donde penetrar en el corazón del Imperio”…
Extraordinario relato, que complementa otro periodista del mismo diario El Imparcial, en su edición de 24 de junio de 1911, en su página 2, en que relata un viaje de Tanger a Larache, y que por motivos de espacio nos limitaremos a transcribir la parte final sobre el cruce de la barra. El diario cita:
…”—Este viaje—dice Miguelito—es peor aún que el que hice con su director; pero no tenga usted cuidado; pasará la marejada.
Y el lobo de mar, sin separar la vista del horizonte, coge el timón, ordena una difícil maniobra y sigue impertérrito en el puente.
Está amaneciendo. ¡Hemos pasado cinco horas de angustia verdaderamente horribles!
¡Ha sido una nochecita de prueba! Pero aún nos queda lo peor: la barra de Larache.
El «QUETZAL» cruza la bahía entre el «CATALUÑA», el «CARLOS V» y el «ALMIRANTE», que están aguantando el temporal, y enfila la proa hacia la barra. Las olas, encrespadas se estrellan contra los acantilados de la costa y cierran la entrada de la ría con terribles montañas de espuma. El espectáculo no puede ser más imponente. Desde el buque francés «ANATOLIE», de Marsella, nos gritan que no pasemos la barra.
Hace cuatro días que ningún barco ha conseguido salvarla. Pero Miguelito, el bravo, el temerario Miguelito, no hace caso de las advertencias y ordena una maniobra rapidísima. Las masas de agua elevan el buque a una altura incalculable y lo vuelven a hundir como si amenazaran sepultarlo en el abismo.
¡Por fin pasamos la barra! ¡Estamos en Larache!”…
Firma el artículo Alfredo Rivera. Larache 19 Junio 1911.
En el diario ABC, edición de 26 de julio de 1911, se lee:
…”Tánger, 25, 7 tarde…El vapor QUETZAL llevara mañana a Larache material de telegrafía sin hilos por orden de Maghzen”…
Sobre el valor del armador del QUETZAL, D. Miguel Díaz, se hacía eco el diario El Imparcial, en su edición de 21 de febrero de 1912, en su página 2:
…”También describe la carta los gravísimos riesgos que en la barra del puerto ha corrido el velero español JOSE CUBERO con sus siete tripulantes, porque el oleaje, rompía con furia tremenda contra el frágil balandro.
Afortunadamente, se hallaba en aquel puerto el bravo y entendido marino español don Miguel Díaz, propietario y capitán del vapor QUETZAL. Viendo el valiente navegante el peligro que sus compatriotas corrían, se trasladó al remolcador «TRYKI», mandado por el capitán del puerto, Sidí Mohamed el Kus, y exponiendo realmente sus vidas, salvaron la embarcación «JOSE CUBERO» de un inminente naufragio.
Cooperó también intrépidamente al salvamento el maquinista del citado remolcador, D. Adolfo Boberg, súbdito alemán. Todos ellos, singularmente nuestro valiente Miguelito, se han hecho acreedores a una honorífica recompensa”…
El final del buque llega en el año 1916, y lo narra el diario La Correspondencia de España, en su edición de 20 de octubre de 1916, nº 21.436, página 3, en que cita:
…”El QUETZAL a pique. Más de veinte ahogados. Cádiz 12. (Jueves, mañana.)
El vapor QUETZAL, que iba de Cádiz para Larache, navegaba con fuego a bordo. Al llegar a dos millas del Cabo de Trafalgar se hundió en el mar.
Al advertirse el fuego fueron arrojadas al agua las pacas de artículos combustibles que iban a bordo. Entre los pasajeros figuraban niños y mujeres que no habían sido autorizados para embarcar por la Comandancia de Marina de Cádiz.
Créese que perecieron todos los pasajeros, que serían unos quince, e igualmente se supone que encontraron la muerte en este siniestro el capitán del buque, D. Ricardo Galindo, natural de Torrevieja; contramaestre Juan Peña, de Cádiz; maquinista Miguel Herrero Domínguez, de San Fernando, y el camarero, que era un joven de veintiún años, natural de Tánger.
En los momentos de mayor zozobra y de más riesgo, ante la suerte que hablan corrido sus compañeros, otros tripulantes intentaron salvarse en el bote salvavidas; pero cuando llegaron a él le encontraron ardiendo.
Desesperados, se echaron al mar y nadaron hasta que, agotadas sus fuerzas, se hundieron para no salir más a la superficie de las aguas.
Más detalles. Cádiz. (Jueves, mañana.)
El vapor QUETZAL era de la matrícula de Barcelona. Tenía 30 metros de largo por 6 de ancho, y desplazaba 100 toneladas.
Entre la carga llevaba un piano y un automóvil.
Los restos del barco han aparecido en la playa, entre el Cabo de Trafalgar y Rota”…
Se sabe también que pereció el comerciante gaditano D. Carlos Iñigo.
En el diario La Vanguardia, de sábado 21 de octubre de 1916, también se da noticia de su hundimiento:
…”De un naufragio. Cádiz, 20, 11 noche. (Recibido con retraso)
El vapor QUETZAL que salió el martes último de este puerto para Tánger y Larache, se incendió frente al cabo de Trafalgar. Los tripulantes se arrojaron al mar, siendo recogidos algunos de ellos, el miércoles por una barca pesquera que los condujo a este puerto. El QUETZAL llevaba algunos pasajeros no autorizados.
El cargamento consistía en carbón de cok y virutas para envases. Se desconoce el desarrollo de la catástrofe. Las autoridades han telegrafiado a Tanger, Larache y otros puertos, pidiendo noticias de los marineros salvados. Se supone que se ha perdido el buque porque los tripulantes estuvieron nadando muchas horas”…
Es decir que se perdió el 17 o 18 de octubre de 1916.
La matrícula era de Tetuán, su distintivo era JDUM y su eslora entre perpendiculares era de 29,66 metros, la manga de 4,16 y el puntal de 2,07. El registro bruto de 83 toneladas y el neto de 46. Respecto a la carga máxima y al desplazamiento ni siquiera se dan en las mencionadas listas. La máquina registraba 85 caballos nominales (Fuente: L.O.B. 1914)
Como siempre agradecería la colaboración de cualquier lector que pudiese completar los datos reflejados o la vida operacional de este y la de su compañía.
Un comentario en “EL VAPOR QUETZAL Y LA BARRA DE LARACHE”